Ambas se escriben con eme de Gerson Vanegas Rengifo
Presentamos el cuento "Ambas se escriben con eme" del escritor colombiano Gerson Vanegas Rengifo
Sí,
esta ciudad no es mía, pero tampoco de quienes la heredaron.Es
del alba, es del sueño, es de la noche.Por
eso hoy todos nos pusimos las galas de extranjero para salir a caminar.Alberto Rodríguez Tosca, Hay casa en patria ajena
La aeronave aterrizó a las 4 de la tarde. Se detuvo enfrente del edificio principal, y luego de unos segundos de espera, la tripulación nos dio la orden de desabrocharnos los cinturones y salir al pasillo. Unos veinte minutos después recogí la maleta que traía la banda transportadora y dejé la Terminal. Afuera, el día estaba bastante soleado, sin nubes casi, y con brisa. Sentí el viento caliente en mi cara durante unos minutos, pero como no tenía prisa en llegar al hotel, que estaba situado en inmediaciones del estadio de fútbol, decidí caminar. Me puse el morral sobre la espalda, cuidando bien de distribuir el peso, y atravesé la avenida. Encontré muchos conductores que ofrecían sus taxis para llevarme, pero apresuré el paso y con una sonrisa en el rostro les dije que no cortésmente.
Hace mucho que no venía a Medellín. La última vez me llevé para Miami una imagen mental más propia de una película de terror que otra cosa: una ciudad fantasmal, en permanente estado de sitio, en donde el miedo y la resignación eran el pan de cada día, y el riesgo de morir por una explosión o una ráfaga de ametralladora eran tan latentes como reales. La ciudad dormía una larga y dolorosa noche de violencia y muerte que no distinguía apellidos, circunstancias ni lugares. Por suerte, la pesadilla terminó pronto, y regresé a los Estados Unidos luego de haber escrito un extenso y complejo reportaje sobre la lucha antidrogas por parte del estado colombiano contra los capos del narcotráfico. Fue uno de los más leídos en la historia del estado. Meses después, la agencia para la que trabajaba me trasladó a Orlando, y desde entonces, me la paso dictando clases de periodismo investigativo en la universidad y escribiendo columnas para varios periódicos.
En esta ocasión el motivo de mi visita es recibir el Premio de Periodismo que tiene el nombre de mi héroe de infancia: Gabriel García Márquez. Había leído todos sus libros, y alguna vez participé de sus cursos en San Antonio de Los Baños. Como un amigo me había dicho que el otro aeropuerto quedaba muy lejos de la ciudad, me sugirió comprar los pasajes para Bogotá y de ahí tomar un avión más pequeño para no perder tiempo y asistir sin demoras a la ceremonia la noche siguiente. También mencionó que no había una línea entre el aeropuerto e Industriales, la estación más próxima del Metro, pero sí varias rutas de guaguas que lo conectaban con el centro de la ciudad. «También puedes coger un taxi, chico, pero son más baratas, seguras y rápidas las guaguas, y añadió: no confíes en el taxímetro; pregunta antes cuánto te cobran y no pagues por pagar», fue lo que me dijo por teléfono antes de subir al Airbus que me traería a Colombia desde Florida.
El sector, residencial en su mayoría, estaba muy arborizado, y contaba con anchos andenes para transitar. Hacía mucho calor, así que bajo uno de esos frondosos árboles me detuve un momento para tomar agua del termo que traía junto al morral. Dentro del termo, el hielo se había convertido en agua, por lo que pude tomar bastante. Lo único que me llamó la atención fue ver que muchas de esas viviendas estaban enrejadas, y que algunas tenían una pequeña terraza delantera. Las ventanas estaban adornadas con macetas llenas de coloridas flores y plantas aromáticas. De alguna forma, me recordaban una vida que había abandonado hace mucho. Pensé en mis dos matrimonios y mis dos divorcios, sin hijos por suerte, y mi dipsomanía esporádica en los bares de la pequeña Habana.
Cuando terminé de tomar el último sorbo de agua, me pareció notar la presencia de una figura por el rabillo de mi ojo derecho. Al volverme para comprobar si era cierto o solo producto de mi imaginación, no encontré a nadie. Me sequé el sudor de la frente con mi mano derecha. Seguí caminando, tratando de conservar la calma, a pesar del miedo que sentía. Se me ocurrió que cuando llegara a una avenida o calle grande tomaría una guaga que me dejara en la estación Industriales. Creo que me faltaba poco. Soplaba el viento como una cascada de frescura dirigida hacia mí rostro, e instintivamente, solo por un momento, cerré los ojos.
Unos treinta segundos después escuché el sonido de pisadas sobre algunas hojas amarillas que se habían desprendido de sus ramas detrás de mí, y el corazón empezó a latirme más rápido. Aumenté el ritmo que llevaba para llegar lo antes posible a la esquina, y enfrentar a mi posible acosador con un golpe de boxeo improvisado. Al finalizar la cuadra me detuve, respiré profundo y me volví sin pérdida de tiempo sobre mis pasos para propinarle a mi agresor su merecido, pero me encontré con la mirada sonriente de una niña que, sin decirme nada, extendió sus brazos para mostrarme un libro. Por la cubierta, lo reconocí de inmediato. Era un viejo ejemplar de los cuentos de García Márquez, el mismo que mi amigo santiaguero me había prestado antes del viaje a Colombia. Busqué en el fondo de mi morral -donde lo había visto por última vez-, y cuando me di cuenta que no lo tenía, le pregunté torpemente por qué me había seguido todo este tiempo. Tal vez había caminado tanto como yo, supuse. Ella me respondió que frente a la terraza de su casa se me había caído, y que luego de ojearlo un poco, pensó que iba a echarlo en falta y eso me pondría triste. Como no sabía mi nombre, decidió seguirme en silencio hasta que me detuviera, para entregármelo.
- ¿Qué es Ma-con-do? -me preguntó, de repente.
Me tomé unos segundos para pensar la respuesta y decirle:
- Es un árbol, un pueblo, una metáfora, una invención de Gabo; ¿Sabes quién es Gabo?
En ese instante, volteé el libro, me agaché un poco y le señalé con el índice la contraportada, con la esperanza remota de que lo reconociera: una fotografía a color del nobel colombiano frente a su máquina de escribir, sonriendo en dirección hacia un interlocutor imaginario. La niña, que debía tener unos once años más o menos, negó con la cabeza. No pude menos que agradecerle la ayuda que me prestó tocando con la yema de los dedos de mi mano derecha su inexpresivo rostro. Seguí mi camino. Avancé unos metros hasta que alcancé a ver que se aproximaba una guagua. Estiré el brazo y se detuvo a unos pasos de donde estaba. Corrí y al volverme, busqué con la mirada a la niña, pero ya había desaparecido. Sin más demora, subí.
Diez minutos después estaba en Industriales. El sol se comenzó a ocultar detrás de una montaña. El calor de la tarde se suavizó un poco con una corriente de aire que atravesó la estación mientras esperaba el tren. Había muchas personas en ambos andenes, oficinistas, mujeres y jóvenes en su mayoría. El cielo estaba encapotado. No tardé en entrar. A pesar de encontrar el vagón lleno, no me quejé. Incluso, cuando uno de los asientos quedó libre, le cedí el puesto a una señora que se acercó de la mano con una niña parecida a la que había visto antes. La niña se sentó en el regazo de su madre, y sin más le pregunté su nombre. "Isabel", me dijo, con una tímida sonrisa en su rostro. Le hice varias preguntas a la madre, y no pareció molestarse, pues era tan buena conversadora como mis colegas en Orlando.
La charla me tranquilizó. Macondo y Medellín se escriben con eme, ambas empiezan con eme, pensé. Aunque estábamos lejos del mar, el agua se filtraba a través de las gotas de lluvia que el viento traía hacia los vagones, semejando las olas del océano al chocar con cualquier embarcación que lo cruzara. Rilke lo escribió mejor: «La soledad es como esa lluvia que subiendo del mar, avanza en la noche». El vidrio de la ventana que tenía enfrente empezó a empañarse a medida que el tren se acercaba a la estación San Antonio, la próxima parada, donde debía bajarme para tomar otro rumbo, recluirme entre cuatro paredes nuevamente. Era una buena forma de concluir mi recorrido, y por qué no, mi relato: parecía que la sequía de la tarde había desaparecido, al fin. Y la tristeza, también.
SOBRE EL AUTOR
Gerson
Vanegas Rengifo es un escritor colombiano nacido
en Santa Marta a comienzos de los ochenta. Se graduó como profesional en
Estudios Literarios de la Universidad Javeriana y desde entonces ha trabajado
como librero, docente, conferencista sobre temas culturales, comentarista de
películas, vendedor de revistas y reseñista de libros entre otras ocupaciones.
Ha sido investigador en temas como las representaciones literarias de las
ciudades, los imaginarios literarios y visuales del miedo y la historia de la
edición y de la lectura en América Latina. En 2012 obtuvo por decisión unánime
el primer lugar en el Concurso Nacional de Crónica de la Universidad Externado
de Colombia con un texto sobre las antiguas salas de cine de Teusaquillo
(Bogotá). Actualmente se dedica a escribir un libro de cuentos y un ensayo. El
resto está por escribirse.