La Casa de Mariela García

17.11.2017

Presentamos el cuento "La Casa" de la escritora venezolana Mariela García


Mariza viene algo distraída maneja casi por inercia el viejo automóvil herencia de su abuela, sube el pequeño terraplén que termina donde empieza el césped (o lo que queda de él); se estaciona. La casa está algo deteriorada y no luce esa antigua gloria como en la fotografía que lleva en su mano. Recorre con la mirada esa fachada antes de bajarse. Su "alma" se baja y camina unos pasos antes que ella, tras un recuerdo que vino a recibirla, se ve a sí misma cuando niña mientras la invade un sentimiento de indefensión: recuerda correr descalza en la grama, cabello dorado suelto y enrulado, un curioso vestido rosado con bolsillo delantero; la pequeña lleva una "enorme" cámara instantánea de los setenta terciada a un costado como si fuera una cartera. Mariza sigue sentada absorta en el recuerdo de su infancia, se mezcla su melancolía con un sentimiento filial; guarda la instantánea y se aferrada a un portafolios de cuero, sin soltar su teléfono celular. Se baja del vehículo mientras la niña entrando en la casa se desvanece, ante la puerta aún cerrada.

Encandilada por el sol de mediodía, baja y acomoda su falda ceñida, "a lo que venimos" piensa ella. Centra su atención en el entorno, maleza seca, fachada de madera corroída por el inclemente sol, hace mucho calor para su gusto, y demasiado polvo para sus zapatos de diseñador. Vino a vender la casa de su abuelo, pero antes de eso tendrá que enterrarlo de nuevo. En el pórtico la asalta un dolor visceral al oír el llanto de su abuela clamando por su viejo; sucedió hace quince años, pero el desgarrador grito rompe las barreras del tiempo. Mariza tiene siete de edad otra vez, toca la puerta, gira la perilla tras escuchar murmullos y sollozos de un velorio adentro.

Todo recuerdo se esfuma al cruzar la puerta de esa casa deshabilitada donde murió su abuelo, de vejez... Vivió entre prolongados silencios, su ensimismamiento, y ese desorden creativo cuyo resultado era prodigioso. Anduvo entre libro y libro prolijamente ordenado en estanterías que proliferaban desde su oficina y llenando incluso el pasillito que dirige sus pasos a la cocina. Así, dentro su mundo interior él parecía feliz; era un artista. Falleció cuando ella era muy pequeña, y no indagó en su obra hasta cuando fue adulta, sabía poco de él; Mariza recuerda que la hacía marcharse de su oficina prometiéndole que «luego» jugarían, y tras de ella, cerraba la puerta al cerrojo, esto una y otra vez -pero, no es que lo hiciera de manera malintencionada o egoísta-, tan sólo necesitaba silencio y soledad para escribir sus Letras. Conserva escasos recuerdos, le heredó todo cuanto escribió y leyó estando vivo: su biblioteca, libros que fue atesorando año tras año; le dejó también, parte de sus afectos en hojas inéditas.

Hace unos días, cuando se determinó a vender la propiedad, sintió el deber de escribirle con el amor que él solía hacerlo. Para comprender ese distanciamiento artístico y necesario para el oficio de escribir, ella le dedicó algunos párrafos donde pudo retratar una emoción remota y perdurable... Había adquirido una nueva deuda emocional con él, -con la idea que logró hacerse de él-: escribirle esa carta en retribución; ya encontraría las palabras...

«Abuelo, leí esta línea que pertenece más a usted de lo que ahora es mía: La sola idea de usted me coloca en ese estado irreal y abstracto, esa contemplación de una espiritualidad necesaria para el artista...», sacó la carta del portafolios y miró por última vez el entorno.

«La sola idea de usted...-comenzó a leer Mariza el papel sin título, mecanografiado en su laptop e impreso en una hoja de simple espaciado-», sintió la suma de sus soledades, que no le resultaban gravosas, sino por el contrario, plácidas y agradables, tal como las tardes de lluvia y cielos grisáceos que ella tanto adora.

«Su sola presencia me genera sosiego y la paz que sustenta mis anhelos y sueños...», cerró la carta que empezaba apenas a leer, la colocó sobre una estantería vacía y polvorienta, ya devuelta al sobre; se dirigió a la puerta calma y tranquilamente. Se detuvo de manera abrupta, abordada por un recuerdo que tal vez se tratase más de su imaginación, ya que, por lo remoto de la escena, juzgaba imposible de recordar: su primera infancia, sus primeros pasos... -la casa totalmente inanimada no daba señal de que hubiera habido vida en su interior, hasta este instante-. Suspiró, se volteó y comenzó a pronunciar un poema de amor, de memoria, cuyo autor fue su abuelo. Ante sus palabras, el cuadro desolado de esa habitación cambió frente a sus ojos; renglón tras renglón; la casa transformándose, la remontó al mismo momento en que Mariza gateaba -a penas de meses de edad- en esa oficina. Todo el salón cobró vida y se traslado unos años atrás, al momento donde su abuelo la estrechaba en un cálido abrazo, luego de recogerla de la alfombra. Recordó -o imaginó- cuando intentando asirse de la silla donde él trabajaba, a punto de lograrlo, ella cayó sentada sin llorar.

Al percatarse, él le declaró: ¡Mi testaruda niñita... caminaste mucho antes de hablar! Silenciosa Mariza, la más amada de mis soledades, reina de mi hogar. ¿Mariza acaso me recordarás? Silenciosa mía, te amé mucho antes de mí, antes de ser o de estar. Tesorito mío, ¿tú, por siempre me amarás?

«Abuelo, espero que te guste cada línea, fue por siempre... siempre te amé».

El sobre cerrado tenía escrito a mano: «Mariza Soledad», dentro de él reposan estas líneas:

Esta ciudad mórbida y escarchada me remonta a mi infancia. Esta ciudad sin lugar, esta vida sin tiempo, donde todos viven el sueño y nadie descansa; por las noches se vive, y en el día sueñas despierto; la poesía fue tu lugar, y yo... tus horas. El don del poeta es el don más solitario, es ese de quien anhelándote fervientemente se le revela que el amor le fue negado, desde hace vidas, desde las eras. Esta casa es un contraste sin igual: oasis onírico, aquel recóndito lugar de donde emanó tu voz amorosa y se escondió en los rincones de mi alma, mis silencios eran para encontrarte, y mis aislamientos para esperar a que vinieras, mientras hilvanaba sueños con lujo de detalles embellecidos. Deliciosa soledad, irreverente y callada, sigues rememorando nuestro amor conjugado en un tiempo imperecedero. No es en vano querer a fuerza que vivas mientras yo duermo, y visites mis soledades y tú mismo les cuentes que "de niño" esta anciana te cargaba y te mecía con entrañable amor -esa era yo-, quien velaba tus noches insomnes en los cuales soñaste despierto a una niña que se aferraba a tu afecto. Yo fui antes que tú, y hoy seguiré siendo, coincidiremos en otras vidas y en otros tiempos. En alguna, me arrullarás y dormirás con la canción de tu voz; en la próxima serás mi hijo y tal vez mi nieto. Nuestro amor, ya lleva generaciones en quienes habita la suma de todas mis soledades -a las que le escribes sonetos-, a las que amas y ansías rendirle versos, donde no precisas saber de tiempo, donde las paredes son de cristal y por ventanas hay espejos. Yo soy el amor, la poesía, tu puño y letra, aún prevalezco... reflejada tímidamente en tu última narración: "soy la niña de los tiempos", "la dueña de la soledad", "la amada de lo eterno", en cada línea me retrataste con mis ojitos llenos de vida, de estaciones, de amores viejos, de mil anhelos nuevos, soy el alma antigua y taciturna que te visita y visitará, y aún hasta hoy le sigues escribiendo, soy Mariza. Guardiana de tus Soledades: Mariza Soledad.


SOBRE LA AUTORA

Mariela J. García Pereda (Cumaná, Venezuela. 1983) Poeta. Egresó de la Universidad de Oriente, Núcleo Sucre (2009); como licenciada en Contaduría Pública, actualmente en Libre Ejercicio de la Profesión Contable. Editora de la página comunitaria (facebook): «Cartas al Autor». Otros títulos publicados: El Cuento «Abstracción del Arlequín» (Wattpad, 2015). Y los poemarios: "El Paso de las Ánimas " (2016); "Siete Poemas y otras Cartas a la Vida" (2017); entre otros.

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